by SantiPina
- Si te dieran a elegir una estrella, cuál elegirías.
Cuando bajé la mirada descubrí que la niña ya no estaba
observando el cielo, como hacíamos los dos desde hacía unos minutos. Ahora sus
ojos permanecían clavados a la altura de mi barbilla.
- ¿Pero me puedo quedar una?
- Bueno, imaginemos que pudieras...
- ¿Y me la quedaría para vivir, o solo para tenerla?
- Para ponerle tu nombre -contesté-. ¿Qué te parece aquella,
la que luce un poco más?
- Parece más grande.
- Ahá...
- No me gusta.
- Vaya.
- ¿Sabes qué pasa, papá?
- No tengo ni idea, cariño.
- Pues que si me quedo la más grande, ya sabes lo que dice
mamá, me tendría que tirar el día
limpiándola.
- ¡Pero si no hay que limpiarla! ¿No ves lo brillante que
es...?
- No sé, no me gusta -interrumpió-. Es un poco rara. Como
una estrella...
"marimandona".
Mi cigarrillo se había terminado y no sabía donde tirarlo,
así que entramos. Estábamos pasando la primera quincena de julio en un
pueblecito de la costa. La casa tenía un pequeño jardín sobre el que se podían
ver con nitidez todas las estrellas, algo prácticamente imposible desde el
quinto piso en el que vivíamos el resto del año, en la ciudad. Al entrar tuve
la sensación de que esa noche la niña tendría pesadillas, y estuve a punto de
sentirme culpable. Me consoló pensar que tal vez ella estuviera a punto de irse
a la cama con la sensación de que su padre era un completo gilipollas.
Un par de horas después terminé de ver la entrevista que el
periodista Bob Cringely grabó en 1994 a
otro niño. Steve Jobs ya rondaba los cuarenta, pero después de contestar a la
primera pregunta resultaba difícil pensar que quien hablaba no seguía siendo el
chaval que trasteaba con componentes y cablecitos en casa de sus padres
adoptivos treinta años antes en Mountain View, hoy conocida como Silicon
Valley. Un niño que, como dice él, a los 23 ganaba un millón de dólares, a los
24 diez y a los 25 cien; pero que el único sentido práctico que le veía a todo
ese dinero era poder seguir haciendo mejores ordenadores y mejores programas,
seguir jugando a lo que de verdad le gustaba y seguir teniendo como compañeros
de juego a la gente con más talento y ganas de jugar que iba encontrando. Lo
que en la mayoría de los casos significaba la gente más cara (y con más
paciencia, aunque eso no lo dice él) a la que lograba convencer.
Esto me recordó a otra entrevista que acababa de leer, en la
que Michael Moore decía prácticamente lo mismo de lo que ganaba gracias, en
cierto modo también, a abrirle los ojos al mundo acerca de algunas cosas que
deberían ayudar a cambiarlo: casi en su
totalidad lo utilizaba para hacer más cine y escribir más libros. Él lo
achacaba a su paso por el seminario, cuando quería ser cura e hizo voto de pobreza,
aunque a mí me pareció que le movía otra pasión muy diferente a la de Cristo:
seguir jugando un poco más.
Mientras que a Moore fueron unas cuantas amenazas de muerte
las que intentaron plantarle a las bravas en la edad adulta, sin aparente
éxito, en el caso de Jobs se ocupó de ello con especial dedicación John
Sculley. En la entrevista, que por cierto permaneció perdida durante más de
quince años y fue emitida en España por Canal + en 2012, se destila algo más
que una falta de entendimiento o una forma alejada de ver las cosas entre ambos (al fin y al cabo, en 1994 Jobs
no atravesaba su mejor momento con Next, la compañía que fundó después de que
Sculley consiguiera despedirle de su propia empresa, Apple).
Sculley, que venía de la Pepsi Corporation, le había
explicado a Jobs cómo funciona el mundo de las grandes empresas, es decir, de
los adultos: los lanzamientos de nuevos productos o incluso de pequeñas
innovaciones o mucho menos, debían planificarse con una frecuencia de varios
años; en consecuencia, la influencia de la gente de producción o de I+D en la
actividad diaria de la empresa se convertía en algo casi anecdótico, y el poder
real de las organizaciones nunca estaba en manos de los creadores ni de los
innovadores, sino de los comerciales y los encargados de marketing.
Al parecer así funcionan las cosas en las empresas que
consiguen monopolizar mercados. Pero Steve Jobs nunca tuvo en mente esa
obsesión. Porque monopolio y liderazgo son dos cosas muy distintas. Tan
distintas como hablar de cuotas de mercado y negocietes o hacerlo sobre las
necesidades y, más importante aún, sobre las posibilidades de las personas.
Jobs supo aprovechar esa estupidez. Pronto cayó en la cuenta
de que no necesitaba ser especialmente inteligente para desenvolverse en su
faceta de empresario. Esto no significa que no fuera un tipo brillante, de
hecho hay un número de estrepitosos fracasos que avalan su brillantez. Pero
desde que el Apple II exigió algún tipo de estructura empresarial, Jobs
descubrió con sorpresa el nivel de un mercado tecnológico comandado por gente
que a todas las preguntas contestaba "porque se hace así", y por
empresas perezosas centradas en encontrar más y más formas de vender lo mismo
una y otra vez, en desgastar toda su imaginación con piruetas de marketing, en
lugar de crear y ofrecer al mundo algo realmente nuevo (para lo que además
contaban con talento de sobra).
En fin, ese es el mundo de los adultos. La gente seria y
bien formada. Los que llevan las riendas, ya sabes. Tal vez todo lo que
recuerdan de cuando eran niños sea que eligieron sin dudar la estrella más
grande. O que alguien ya la tenía elegida para ellos.
Lo que yo recuerdo de aquella noche de julio es que los adultos tenemos más tendencia que los niños a parecer gilipollas. Pero eso está bien para un padre, porque lo mejor que puede enseñarle a sus hijos es que aprendan a identificarlos.