7 de agosto de 2012

¿Qué hemos hecho con el marketing? / Capítulo III


by SantiPina


        - Si te dieran a elegir una estrella, cuál elegirías.

        Cuando bajé la mirada descubrí que la niña ya no estaba observando el cielo, como hacíamos los dos desde hacía unos minutos. Ahora sus ojos permanecían clavados a la altura de mi barbilla.

        - ¿Pero me puedo quedar una?

        - Bueno, imaginemos que pudieras...

        - ¿Y me la quedaría para vivir, o solo para tenerla?

        - Para ponerle tu nombre -contesté-. ¿Qué te parece aquella, la que luce un poco más?

        - Parece más grande.

        - Ahá...

        - No me gusta.

        - Vaya.

        - ¿Sabes qué pasa, papá?

        - No tengo ni idea, cariño.

        - Pues que si me quedo la más grande, ya sabes lo que dice mamá, me tendría que tirar  el día limpiándola.

        - ¡Pero si no hay que limpiarla! ¿No ves lo brillante que es...?

        - No sé, no me gusta -interrumpió-. Es un poco rara. Como una  estrella... "marimandona".

        Mi cigarrillo se había terminado y no sabía donde tirarlo, así que entramos. Estábamos pasando la primera quincena de julio en un pueblecito de la costa. La casa tenía un pequeño jardín sobre el que se podían ver con nitidez todas las estrellas, algo prácticamente imposible desde el quinto piso en el que vivíamos el resto del año, en la ciudad. Al entrar tuve la sensación de que esa noche la niña tendría pesadillas, y estuve a punto de sentirme culpable. Me consoló pensar que tal vez ella estuviera a punto de irse a la cama con la sensación de que su padre era un completo gilipollas.

        Un par de horas después terminé de ver la entrevista que el periodista Bob Cringely  grabó en 1994 a otro niño. Steve Jobs ya rondaba los cuarenta, pero después de contestar a la primera pregunta resultaba difícil pensar que quien hablaba no seguía siendo el chaval que trasteaba con componentes y cablecitos en casa de sus padres adoptivos treinta años antes en Mountain View, hoy conocida como Silicon Valley. Un niño que, como dice él, a los 23 ganaba un millón de dólares, a los 24 diez y a los 25 cien; pero que el único sentido práctico que le veía a todo ese dinero era poder seguir haciendo mejores ordenadores y mejores programas, seguir jugando a lo que de verdad le gustaba y seguir teniendo como compañeros de juego a la gente con más talento y ganas de jugar que iba encontrando. Lo que en la mayoría de los casos significaba la gente más cara (y con más paciencia, aunque eso no lo dice él) a la que lograba convencer.

        Esto me recordó a otra entrevista que acababa de leer, en la que Michael Moore decía prácticamente lo mismo de lo que ganaba gracias, en cierto modo también, a abrirle los ojos al mundo acerca de algunas cosas que deberían ayudar a cambiarlo: casi en su  totalidad lo utilizaba para hacer más cine y escribir más libros. Él lo achacaba a su paso por el seminario, cuando quería ser cura e hizo voto de pobreza, aunque a mí me pareció que le movía otra pasión muy diferente a la de Cristo: seguir jugando un poco más.

        Mientras que a Moore fueron unas cuantas amenazas de muerte las que intentaron plantarle a las bravas en la edad adulta, sin aparente éxito, en el caso de Jobs se ocupó de ello con especial dedicación John Sculley. En la entrevista, que por cierto permaneció perdida durante más de quince años y fue emitida en España por Canal + en 2012, se destila algo más que una falta de entendimiento o una forma alejada de ver las cosas  entre ambos (al fin y al cabo, en 1994 Jobs no atravesaba su mejor momento con Next, la compañía que fundó después de que Sculley consiguiera despedirle de su propia empresa, Apple).

        Sculley, que venía de la Pepsi Corporation, le había explicado a Jobs cómo funciona el mundo de las grandes empresas, es decir, de los adultos: los lanzamientos de nuevos productos o incluso de pequeñas innovaciones o mucho menos, debían planificarse con una frecuencia de varios años; en consecuencia, la influencia de la gente de producción o de I+D en la actividad diaria de la empresa se convertía en algo casi anecdótico, y el poder real de las organizaciones nunca estaba en manos de los creadores ni de los innovadores, sino de los comerciales y los encargados de marketing.

        Al parecer así funcionan las cosas en las empresas que consiguen monopolizar mercados. Pero Steve Jobs nunca tuvo en mente esa obsesión. Porque monopolio y liderazgo son dos cosas muy distintas. Tan distintas como hablar de cuotas de mercado y negocietes o hacerlo sobre las necesidades y, más importante aún, sobre las posibilidades de las personas.

        Jobs supo aprovechar esa estupidez. Pronto cayó en la cuenta de que no necesitaba ser especialmente inteligente para desenvolverse en su faceta de empresario. Esto no significa que no fuera un tipo brillante, de hecho hay un número de estrepitosos fracasos que avalan su brillantez. Pero desde que el Apple II exigió algún tipo de estructura empresarial, Jobs descubrió con sorpresa el nivel de un mercado tecnológico comandado por gente que a todas las preguntas contestaba "porque se hace así", y por empresas perezosas centradas en encontrar más y más formas de vender lo mismo una y otra vez, en desgastar toda su imaginación con piruetas de marketing, en lugar de crear y ofrecer al mundo algo realmente nuevo (para lo que además contaban con talento de sobra).

        En fin, ese es el mundo de los adultos. La gente seria y bien formada. Los que llevan las riendas, ya sabes. Tal vez todo lo que recuerdan de cuando eran niños sea que eligieron sin dudar la estrella más grande. O que alguien ya la tenía elegida para ellos. 

        Lo que yo recuerdo de aquella noche de julio es que los adultos tenemos más tendencia que los niños a parecer gilipollas. Pero eso está bien para un padre, porque lo mejor que puede enseñarle a sus hijos es que aprendan a identificarlos.