by SantiPina
Hablando de la forma en que utilizamos la tecnología y
también al resto de la gente como sustitutos de nuestra memoria –y quién más,
quién menos, de nuestra inteligencia-, el experto en redes (neuronales y
sociales) Tom Stafford nos alivia diciendo que esta es, qué suerte, una de las grandes
fortalezas de la especie humana.
En el artículo de la BBC “What makes us intelligent?”,
Stafford repasa algunos estudios que han puesto nombre a cosas que no deberían
preocuparnos tanto (sobre todo a los profesores de instituto), como la
diferencia entre saber algo y saber dónde está la respuesta, o si Wikipedia
sustituye, no solo complementa, el esfuerzo de estudiar algo o si Facebook,
LinkedIn o Google Maps podrían llegar a atrofiar algunas partes de nuestra
memoria.
Los nombres que van salpicando el artículo son inolvidables:
“reestructuración cerebral”, “tacañería cognitiva”, “ceguera al cambio”, “natural
born cyborgs”, “memoria transactiva”, “mental environment”… Pero no hay que
dejarse intimidar.
Al parecer se trata de una cuestión de economía encefálica,
en el sentido de no gastar energía en crear y buscar unas conexiones que son más
costosas que el pequeño esfuerzo de escribir algo en un buscador y leer lo que
sale. Es también que el cerebro prefiere, en muchas cosas, fiarse menos de su
propio almacén de memoria que de una realidad tan real como lo que vemos, o
suficientemente válida como lo que dice un experto en Google+ o en su blog (o
la suegra de uno respecto a nombres y fechas).
Y yo creo que es, además, una excelente oportunidad que el
cerebro se aliña para utilizar ese tiempo y esa energía en otras actividades
que pueden perfeccionarlo/nos en asuntos más necesarios de aquí en adelante: la
imaginación, la creatividad, las emociones…
El cerebro no es idiota sino maravillosamente inteligente.
De ahí su nombre, claro. De hecho, si entendemos que el cerebro de cada uno no
es solo el saco de neuronas que hay dentro de su cabeza sino una red que
incluye el cerebro de otras personas cercanas y la tecnología que nos da acceso
al conocimiento de millones de personas más, todo esto de Internet nos está
haciendo muchísimo más inteligentes cada día.
Por supuesto, esa alegría no es capaz de responder a la
pregunta que todos los padres hacemos a nuestros hijos delante de los deberes
de matemáticas: “¿Y si se rompe la calculadora…?”. Bueno, no hay que ser un niño
para pensar que si ocurriera algo así siempre nos quedaría la primera frase del
párrafo anterior…
Pero detrás de esa conclusión hay algo sobre lo que también puede
ser muy útil pensar (cada uno con su propio cerebro, esta vez): ¿Y si aplicamos
este paradigma del “mental environment” a la comunicación? Probemos: …Si entendemos que la comunicación
de una marca no es solo el saco de mensajes que hay dentro de su publicidad, su
gabinete de prensa y su web, sino un entorno comunicativo en el que también
contamos con los mensajes de otras personas cercanas (o marcas cercanas, por
qué no…) y la tecnología que expande la comunicación de millones de personas acerca
de esa marca, todo esto que llamaremos “communication environment” tiene una
pinta estupenda.
La verdad es que se parece mucho a lo que sería lógico, pero…
¿Cuántas empresas están entendiendo así la comunicación de sus marcas? Y más
importante: ¿Cuántas están haciendo el esfuerzo de estimular, confiar y después
aprovechar eficientemente esa “otra” comunicación? Parece que queda mucho
camino por recorrer, y que no parezca fácil hace que parezca un buen camino.
Lo mejor de todo es que este planteamiento tiene una doble
dirección (al fin y al cabo estamos hablando de comunicación): Se trata también
de la oportunidad de que la comunicación de las marcas logre ser parte de la
comunicación de sus públicos. Dicho de otra forma, se trata de que la
comunicación de una marca, y por tanto la marca, sea una referencia creíble, útil
y confiable para la forma en que la gente explica su propio mundo a los demás. Y
con “su mundo” me refiero no solo a su “estilo de vida” sino también a sus
conocimientos, a su profesión, a sus intereses, a sus electrodomésticos, etcétera.
Y todas las marcas pueden jugar sus cartas en alguno de esos campos, que son
muchos.
Puede que estas dos interpretaciones no sean ya una utopía para algunas marcas. Por ejemplo, puede que CocaCola lo esté consiguiendo en ambos sentidos. Puede que Nike haya conseguido algo a veces. Puede que Apple lo haya conseguido desde el principio... Puede que esto sea un aspecto clave de la diferencia entre una marca real, significativa, y un negociete. Y puede hacerse. Si queremos saber cómo, solo tenemos que preguntar a nuestro cerebro: seguro que sabe de alguien que lo sabe.