29 de junio de 2014

El día que nadie aplaudió a Juan José Millás.

by Santi Pina


Al arrancar la sesión solo aplaude una persona una vez. 

Esa persona se da cuenta, al instante pero demasiado tarde, de que está en una de las Mute Sessions que Fundación Telefónica organiza para llamar nuestra atención sobre lo importante que es el silencio, y lo malo que es el ruido, a la hora de tener ideas.

Es una mala jugada del cerebro en la que una parte, imagino que el neocortex, lleva un par de minutos concienciada de que esta vez, solo esta vez, no habrá que aplaudir cuando el famoso suba al escenario; y otra parte, tal vez el resto, lleva toda una vida preparándose para hacer justo lo contrario.

Así que, sin querer, la mano derecha vuela para encontrase con la izquierda y hacer “plás”, un “plás” mortecino que despierta una sonrisa condescendiente en el resto de la grada y a Juan José Millás le sabe a gloria, a pesar de todo, mientras cruza el escenario para sentarse en un sofá y empezar a leer El País.

Durante unos minutos escenifica cómo es el silencio de su proceso creativo y, con ello, demuestra ante doscientas personas ser un pésimo actor. Por mí bien, porque eso suele ser síntoma de lo que demostró después: que dentro de un mal actor no cabe una mala persona.

Una buena persona es generosa al compartir lo que piensa. En eso fue brillante la relación entre una Fundación que piensa formas diferentes de juntar ideas para mejorar nuestras vidas, y un escritor que piensa que sobrestimamos la importancia del neocortex en esas vidas, ayudando así a empeorarlas.

Todo lo que dijo Millás durante la hora y media siguiente fue entrañable, divertido y verdad. 

Mientras hablaba, decidí que las dos chicas que estaban a mi lado estaban empezando a ganarse la vida escribiendo, seguramente escribiendo publicidad o algo parecido. No es un don saber eso: eran muy jóvenes, eran pobres, iban acompañadas por parejas que se aburrían, asentían cuando el invitado decía dónde se esconden las ideas y, en fin, estaban ahí…

Pensé en lo mucho que aquel hombre me ayudó a escribir cuando yo era igual que ellas –quiero decir joven-. Pensé que aprendí a escribir escuchando a Silvio Rodríguez y leyéndole a él, a García Márquez, las Historias de Cronopios y de Famas de Cortázar, Charles Bukowski, algo de Auster y un buen trozo de la Biblia. Y pensé que todos mis esfuerzos como creativo han consistido, durante más de veinte años, en evitar que esa ensalada se me fuera de las manos.

También pensé que Juanjo Millás es un escritor pop, y me hizo gracia. Imaginé que si hubiera un maridaje entre literatura y pintura –un maridaje absurdo porque uno no sabría dónde mirar y perdería el hilo de cualquier cosa-, La soledad era esto se leería mejor junto a un cuadro de Equipo Crónica.

Y entonces Millás dijo que tenía todo el sentido del mundo escribir sobre una mosca que salió de la nevera, que redactar para la prensa jamás le pareció menos exigente ni importante que publicar un libro, que el silencio no existe, que el escritor que se engola diciendo que apenas le saca a la jornada un par de líneas debería dedicarse a otra cosa –o decir la verdad-, que no hay que tomarse todo al pie de la letra, que asociar la lectura al ocio es un prejuicio estúpido –que leer es un trabajo igual que otro, y falta hace-, que él se ha dado cuenta de lo que hacía según le han ido preguntando los periodistas, y que los instaladores de aire acondicionado tienen prohibido, por su propia seguridad, subir a los tejados.